Objeción de conciencia y aborto en Uruguay

Varios filósofos y juristas contemporáneos, distantes entre sí en muchas de sus posiciones, han coincidido en que los derechos humanos son uno de los inventos más relevantes de la Modernidad (Nino, Alexy). Reducidos a su núcleo, han sido una técnica que permitió el reconocimiento, la tutela y la promoción de la dignidad de toda persona y de los bienes que le resultan indispensables para el “desarrollo de su personalidad” (Constitución Española). Constituyen, con otras palabras, un límite a la actuación del Estado: a partir del respeto de este límite, el Derecho dejó de ser “Derecho del Estado”, y el Estado pasó a ser “Estado de Derecho”.

Los textos constitucionales suelen expresar que “reconocen” los derechos (implícitamente admiten que no son un invento o creación estatal) y que corresponde al legislador su regulación, reglamentación o limitación (puesto que el “reconocimiento” suele hacerse en términos muy amplios, genéricos, necesitados de determinación o especificación). Esto último, aunque necesario, genera un peligro: el de que el legislador utilice su competencia para “reglamentar” los derechos como una excusa para violarlos. El Derecho constitucional actual ha intentado conjurar ese peligro exigiendo que las leyes reglamentadoras de los derechos sean proporcionadas o razonables. Por eso, cuando una ley regula desproporcionada o irrazonablemente un derecho los jueces están obligados a declararla inconstitucional (cuando el derecho violado se encuentra en la Constitución) o anticonvencional (cuando el derecho violado se encuentra en la Convención Americana de Derechos Humanos), lo que equivale a dejarla sin efecto.

Todo esto viene a cuento porque el Tribunal de lo Contencioso Administrativo acaba de de suspender la aplicación de una parte del decreto que reglamentó la ley del aborto en Uruguay. Como es sabido por la opinión pública, luego del dictado de la ley un grupo muy amplio de personas, sobre todo vinculado con los servicios de salud, se vio ante la terrible disyuntiva de seguir sus creencias y/o convicciones morales, según las cuales el aborto es un crimen, u obedecer a la norma, que las contraría. Para intentar paliar la violencia que una norma así ejerce sobre quienes se oponen a ella, la Constitución y diversos tratados internacionales reconocen el derecho a la objeción de conciencia. Este derecho permite a esas personas no cumplir con los deberes que impone una ley de este tipo.

Aunque no era indispensable teniendo en cuenta su raíz convencional y constitucional, la ley de aborto reconoció el derecho a la objeción de conciencia. El decreto reglamentario de la ley reguló ese reconocimiento, pero lo hizo de modo desproporcionado y, por tanto, inconstitucional. La desproporción proviene de una serie de defectos técnicos (en la sentencia se enumeran cuatro), que condujeron en algunos casos a una reducción irrazonable de los alcances del derecho, y en otros a su directa supresión. Los fundamentos que ha dado el tribunal son convincentes y deberían conducirlo, llegado el momento, a declarar la nulidad del decreto en todos los aspectos relacionados con la objeción de conciencia (y no sólo de aquellos ahora suspendidos). Cuanto más dividida esté una sociedad en torno a cuáles son los valores sociales que vale la pena proteger y tutelar, tanto más amplios deben ser el reconocimiento, la tutela y la promoción del derecho a la objeción de conciencia. Sin esto último, caerá una de las barreras importantes que nuestra teoría del derecho ha elevado contra los abusos de la dictadura del relativismo; y los derechos humanos, privados de su naturaleza contramayoritaria (de su condición de “cartas de triunfo en manos de las minorías”), acabarán privados de sentido.