Los ojos

La autopista, siempre la autopista. Colapsada, siempre. Calurosa, siempre. Con su rutina angustiante, atiborrada de personas que apoyan su cabeza en una mano, la izquierda, mientras que con la derecha toman el volante y van de primera a segunda, de segunda a punto muerto o a primera, y así, en una secuencia que por momentos parece infinita. Oyendo la radio o la enésima vuelta del “sí-dí”, sin escuchar. Esto es Buenos Aires, pensaba para mí, y yo soy de aquí… Uno es de donde es, le pese lo que le pese. Es más, lo que uno es se debe en buena medida a ser de donde uno es. Qué remedio.

Apareció por detrás, y eso fue lo que primero me desconcertó. En general, los saltimbanquis, vendedores, pedigüeños y la descomunal variedad de personas que se arriman en esas circunstancias vienen por delante, para que uno las vea de lejos y no se asuste. Claro, uno no se asusta pero tiene tiempo para clavar la mirada en el infinito, fingiendo distracción o retraimiento o las dos cosas, o, tal vez, para levantar de modo fulminante la ventanilla que inadvertidamente había quedado baja. El marketing no da casi nunca soluciones unívocas, tampoco en estos casos.

Me desconcertó, pero no me asustó. Apenas llegaba a verla, cuando la vi: a duras penas alcanzaba a la ventanilla, que tenía baja. Me ofreció unos caramelos a los que ni siquiera les eché una ojeada: le dije que no sin mirarlos ni mirarla. Los dejó, sin embargo, apoyados sobre el huequito que va de la ventana a la chapa del auto, minúsculo e hirviente. Un instante me alcanzó para pensar que si el tráfico estancadísimo mejoraba me vería en la obligación de no avanzar para no llevarme conmigo ni tirar las golosinas calcinadas, y se juntó dentro mío eso, más todo lo otro: que llegaba tarde, que había llegado tarde, que seguiría llegando tarde aunque durmiera poco, aunque saliera antes… nunca alcanzaba, nada alcanzaba… Aunque ella caminaba ya hacia el auto siguiente, la miré con rabia: “te dije que no, ¿me entendés?. Te dije que no. Ustedes nunca entienden”. Creo que percibió el odio de mi mirada, aunque estaba de espaldas, más que el que disparaba mi voz (soy de los que odian con calma).

Se volvió despacio, con la cabeza alta. Me miró digna, dignísima, con unos ojos que llevaré conmigo mientras viva: “te los regalo”. Fue, por un instante, Sócrates, Cristo y Valentín de la Sierra, todos juntos. Con una dignidad despojada que no tenía entonces ni tendré nunca, que me hizo sentir desnudo e inicuo sobre el lujoso auto del que ella no disfrutaría jamás.

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